sábado, 18 de agosto de 2012


Bienvenidos al
Taller de Investigaciones sobre Cambio Social
Año 2012-2013


MARTES de 16 a 19 hs. :: Facultad de Ciencias Sociales :: Aula 401
Equipo Docente
JULIETA ROMERO - FERNANDO GRENNO
MATIAS GUERRERO - GUSTAVO ANTON

viernes, 17 de agosto de 2012

Paris, capital de la modernidad. David Harvey.

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Quinta conferencia. La verdad y las formas jurídicas. Michel Foucault

La verdad y las formas jurídicas

Quinta conferencia

En la conferencia anterior intenté definir el panoptismo que, en mi opinión, es uno de los rasgos característicos de nuestra sociedad: una forma que se ejerce sobre los individuos a la manera de vigilancia individual y continua, como control de castigo y recompensa y como corrección, es decir, como método de formación y transformación de los individuos en función de ciertas normas. Estos tres aspectos del panoptismo —vigilancia, control y corrección— constituyen una dimensión fundamental y característica de las relaciones de poder que existen en nuestra sociedad.
En una sociedad como la feudal no hay nada semejante al panoptismo, lo cual no quiere decir que durante el feudalismo o en las sociedades europeas del siglo XVII no haya habido instancias de control social, castigo y recompensa, sino que la manera en que se distribuían era completamente diferente de la forma en que se instalaron esas mismas instancias a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Hoy en día vivimos en una sociedad programada por Bentham, una sociedad panóptica, una estructura social en la que reina el panoptismo.
En esta conferencia trataré de poner de relieve cómo es que la aparición del panoptismo comporta una especie de paradoja. Hemos visto cómo en el mismo momento en que aparece o, más exactamente, en los años que preceden a su surgimiento, se forma una cierta teoría del derecho penal, de la penalidad y el castigo, cuya figura más importante es Beccaria, teoría fundada esencialmente en un legalismo escrito. Esta teoría del castigo subordina el hecho y la posibilidad de castigar, a la existencia de una ley explícita, a la comprobación manifiesta de que se ha cometido una infracción a esta ley y finalmente a un castigo que tendría por función reparar o prevenir, en la medida de lo posible, el daño causado a la sociedad por la infracción. Esta teoría legalista, teoría social en sentido estricto, casi colectiva, es lo absolutamente opuesto del panoptismo. En éste la vigilancia sobre los individuos no se ejerce al nivel de lo que se hace sino de lo que se es o de lo que se puede hacer. La vigilancia tiende cada vez más a individualizar al autor del acto, dejando de lado la naturaleza jurídica o la calificación penal del acto en sí mismo. Por consiguiente el panoptismo se opone a la teoría legalista que se había formado en los años precedentes.
En realidad lo que merece nuestra consideración es un hecho histórico importante: el que esta teoría legalista fuese duplicada en un primer momento y posteriormente encubierta y totalmente oscurecida por el panoptismo que se formó al margen de ella, colateralmente. Este panoptismo nacido por efectos de una fuerza de desplazamiento en el período comprendido entre el siglo XVII y el XIX, período en que se produce la apropiación por parte del poder central de los mecanismos populares de control que se dan en el siglo XVIII, inicia una era que habrá de ofuscar la práctica y la teoría del derecho penal.
Para apuntalar las tesis que estoy exponiendo me gustaría referirme a algunas autoridades. Las gentes de comienzos del siglo XIX —o al menos algunos de ellos— no ignoraban la aparición de esto que yo denominé, un poco arbitrariamente pero en todo caso como homenaje a Bentham, panoptismo. En efecto, muchos hombres de esta época reflexionan y se plantean el problema de lo que estaba sucediendo en su tiempo con la organización de la penalidad o la moral estatal. Hay un autor muy importante en su época, profesor en la Universidad de Berlín y colega de Hegel, que escribió y publicó en 1830 un gran tratado en varios volúmenes llamado Lección sobre las prisiones. Este autor, de nombre Giulius, cuya lectura recomiendo, dio durante varios años un curso en Berlín sobre las prisiones y es un personaje extraordinario que, en ciertos momentos, adquiere un hálito casi hegeliano.
En las Lecciones sobre las prisiones hay un pasaje que dice: «Los arquitectos modernos están descubriendo una forma que antiguamente se desconocía. En otros tiempos —dice refiriéndose a la civilización griega— la mayor preocupación de los arquitectos era resolver el problema de cómo hacer posible el espectáculo de un acontecimiento, un gesto o un individuo al mayor número posible de personas. Es el caso —dice Giulius— del sacrificio religioso, acontecimiento único del que ha de hacerse partícipes al mayor número posible de personas; es también el caso del teatro que por otra parte deriva del sacrificio, de los juegos circenses, los oradores y los discursos. Ahora bien, este problema que se presenta en la sociedad griega en tanto comunidad que participaba de los acontecimientos que hacían a su unidad —sacrificios religiosos, teatro o discursos políticos— ha continuado dominando la civilización occidental hasta la época moderna. El problema de las iglesias es exactamente el mismo: todos los participantes deben presenciar el sacrificio de la misa y servir de audiencia a la palabra del sacerdote. Actualmente, continúa Giulius, el problema fundamental para la arquitectura moderna es exactamente el inverso. Se trata de hacer que el mayor número de personas pueda ser ofrecido como espectáculo a un solo individuo encargado de vigilarlas.»
Al escribir esto Giulius estaba pensando en el Panóptico, de Bentham y, en términos generales, en la arquitectura de las prisiones, los hospitales, las escuelas, etc. Se refería al problema de cómo lograr no una arquitectura del espectáculo como la griega, sino una arquitectura de la vigilancia, que haga posible que una única mirada pueda recorrer el mayor número de rostros, cuerpos, actitudes, la mayor cantidad posible de celdas. «Ahora bien, dice Giulius, el surgimiento de este problema arquitectónico es un correlato de la desaparición de una sociedad que vivía en comunidad espiritual y religiosa y la aparición de una sociedad estatal. El Estado se presenta como una cierta disposición espacial y social de los individuos, en la que todos están sometidos a una única vigilancia.» Al concluir su explicación sobre estos dos tipos de arquitectura Giulius afirma que no se trata de un simple problema arquitectónico sino que esta diferencia es fundamental en la historia del espíritu humano.
Giulius no fue el único que percibió en su tiempo este fenómeno de inversión del espectáculo en vigilancia o de nacimiento de una sociedad panóptica. Encontramos análisis parecidos en muchos autores; citaré sólo uno de estos textos, debido a Treilhard, consejero de estado, jurista del Imperio. Me refiero a la presentación del Código de Instrucción Criminal de 1808. En este texto Treilhard afirma:

«El Código de Instrucción Criminal que por este acto presento es una auténtica novedad no sólo en la historia de la justicia y la práctica judicial, sino también en la historia de las sociedades humanas. En este código damos al procurador, que representa al poder estatal o social frente a los acusados un papel completamente nuevo».

Treilhard utiliza una metáfora: el procurador no debe tener como única función la de perseguir a los individuos que cometen infracciones: su tarea principal y primera ha de ser la de vigilar a los individuos antes de que la infracción sea cometida. El procurador no es sólo un agente de la ley que actúa cuando ésta es violada, es ante todo una mirada, un ojo siempre abierto sobre la población. El ojo del procurador debe transmitir las informaciones al ojo del Procurador General, quien a su vez las transmite al gran ojo de la vigilancia que en esa época era el Ministro de la Policía. Por último el Ministro de la Policía transmite las informaciones al ojo de aquél que está en la cúspide de la sociedad, el emperador, que en esa época estaba simbolizado por un ojo. El emperador es el ojo universal que abarca la sociedad en toda su extensión. Ojo que se vale de una serie de miradas dispuestas en forma piramidal a partir del ojo imperial y que vigilan n toda la sociedad. Para Treilhard y los legistas del Imperio que fundaron el Derecho Penal francés —un derecho que desgraciadamente ha tenido mucha influencia en todo el mundo— esta gran pirámide de miradas constituía una nueva forma de justicia.
No analizaré aquí las instituciones en que se actualizan estas características del panoptismo propio de la sociedad moderna, industrial, capitalista. Quisiera simplemente captar este panoptismo, esta vigilancia en la base, allí donde aparece menos claramente, donde más alejado está del centro de la decisión, del poder del Estado. Quisiera mostrar cómo es que existe este panoptismo al nivel más simple y en el funcionamiento cotidiano de instituciones que encuadran la vida y los cuerpos de los individuos: el panoptismo, por lo tanto, al nivel de la existencia individual.
¿En qué consistía, y sobre todo, para qué servía el panoptismo? Propongo una adivinanza: expondré el reglamento de una institución que realmente existió en los años 1840-1845 en Francia, es decir, en los inicios del período que estoy analizando; no diré si es una fábrica, una prisión, un hospital psiquiátrico, un convento, una escuela, un cuartel; se trata de adivinar a qué institución me estoy refiriendo. Era una institución en la que había cuatrocientas personas solteras que debían levantarse todas las mañanas a las cinco. A las cinco y cincuenta habían de terminar su aseo personal, haber hecho la cama y tomado el desayuno; a las seis comenzaba el trabajo obligatorio que terminaba a las ocho y cuarto de la noche, con un intervalo de una hora para comer; a las ocho y quince se rezaba una oración colectiva y se cenaba, la vuelta a los dormitorios se producía a las nueve en punto de la noche. El domingo era un día especial; el artículo cinco del reglamento de esta institución decía: «Hemos de cuidar del espíritu propio del domingo, esto es, dedicarlo al cumplimiento del deber religioso y al reposo. No obstante, como el tedio no tardaría en convertir el domingo en un día más agobiante que los demás días de la semana, se deberán realizar diferentes ejercicios de modo de pasar esta jornada cristiana y alegremente». Por la mañana ejercicios religiosos, en seguida ejercicios de lectura y de escritura y, finalmente, las últimas horas de la mañana dedicadas a la recreación. Por la tarde, catecismo las vísperas, y paseo después de las cuatro siempre que no hiciese frío, de lo contrario, lectura en común. Los ejercicios religiosos y la misa no se celebraban en la iglesia próxima para impedir que los pensionados de este establecimiento tuviesen contacto con el mundo exterior; así, para que ni siquiera la iglesia fuese el lugar o el pretexto de un contacto con el mundo exterior, los servicios religiosos tenían lugar en una capilla construida en el interior del establecimiento. No se admitía ni siquiera a los fieles de afuera; los pensionados sólo podían salir del establecimiento durante los paseos dominicales, pero siempre bajo la vigilancia del personal religioso que, además de los paseos, controlaba los dormitorios y las oficinas, garantizando así no sólo el control laboral y moral sino también el económico. Los pensionados no recibían sueldo sino un premio —una suma global estipulada entre los 40 y 80 francos anuales— que sólo se entregaba en el momento en que salían. Si era necesario que entrara una persona del otro sexo al establecimiento por cualquier motivo, debía ser escogida con el mayor cuidado y permanecía dentro muy poco tiempo. Los pensionados debían guardar silencio so pena de expulsión. En general, los dos principios organizativos básicos según el reglamento eran: los pensionados no debían estar nunca solos, ya se encontraran en el dormitorio, la oficina, el refectorio o el patio, y debía evitarse cualquier contacto con el mundo exterior: dentro del establecimiento debía reinar un único espíritu.
¿Qué institución era ésta? En el fondo, la pregunta no tiene importancia, pues bien podría ser una institución para hombres o mujeres, jóvenes o adultos, una prisión, un internado, una escuela o un reformatorio, indistintamente. Como es obvio, no es un hospital, pues hemos visto que se habla mucho del trabajo y, por lo mismo, tampoco es un cuartel. Podría ser un hospital psiquiátrico, o incluso una casa de tolerancia. En verdad, era simplemente una fábrica de mujeres que existía en la región del Ródano y que reunía cuatrocientas obreras.
Habrá quien diga que éste es un ejemplo caricaturesco, risible, una especie de utopía. Fábricas-prisiones, fábricas-conventos, fábricas sin salario en las que se compra todo el tiempo del obrero, una vez para siempre, por un premio anual que sólo se recibe a la salida. Parece el sueño patronal o la realización del deseo que el capitalista produce al nivel de su fantasía; un caso límite que jamás existió realmente. A este comentario yo respondería, diciendo que este sueño patronal, este «panóptico» industrial, existió en la realidad y en gran escala a comienzos del siglo XIX. En una región situada en el sudeste de Francia había cuarenta mil obreras textiles que trabajaban bajo este régimen, un número que en aquel momento era sin duda considerable. El mismo tipo de instituciones existió también en otras regiones y países como Suiza, en particular, e Inglaterra. En alguna medida esta situación inspiró las reformas de Owen. En los Estados Unidos había un complejo entero de fábricas textiles organizadas según el modelo de las fábricas-prisiones, fábricas-pensionados, fábricas-conventos.
Tratase pues de un fenómeno que tuvo en su época una amplitud económica y demográfica muy grande, por lo que bien podemos decir que más que fantasía fue el sueño realizado de los patrones. En realidad, hay dos especies de utopías: las utopías proletarias socialistas que gozan de la propiedad de no realizarse nunca, y las utopías capitalistas que, desgraciadamente, tienden a realizarse con mucha frecuencia. La utopía a la que me refiero, la fábrica-prisión, se realizó efectivamente y no sólo en la industria sino en una serie de instituciones que surgen en esta misma época y que, en el fondo, respondían a los mismos modelos y principios de funcionamiento; instituciones de tipo pedagógico tales como las escuelas, los orfanatos, los centros de formación; instituciones correccionales como la prisión o el reformatorio; instituciones que son a un tiempo correccionales y terapéuticas como el hospital, el hospital psiquiátrico, todo eso que los norteamericanos llaman asylums y que un historiador de los Estados Unidos ha estudiado en un libro reciente. En este libro se intentó analizar cómo fue que aparecieron este tipo de edificios e instituciones en los Estados Unidos y se esparcieron por toda la sociedad occidental. El estudio ha comenzado en los Estados Unidos pero valdría la pena contemplar la misma situación en otros países, procurando dar la medida de su importancia, medir su amplitud política y económica.
Vayamos un poco más lejos. No solamente existieron estas instituciones industriales y al lado de estas otras, sino que además estas instituciones industriales fueron en cierto sentido perfeccionadas, dedicándose múltiples y denodados esfuerzos para su construcción y organización.
Sin embargo, muy pronto se vio que no eran viables ni gobernables. Se descubrió que desde el punto de vista económico representaban una carga muy pesada y que la estructura rígida de estas fábricas-prisiones conducía inexorablemente a la ruina de las empresas. Por último, desaparecieron. En efecto, al desencadenarse la crisis de la producción que obligó a desprenderse de una determinada cantidad de obreros, reacondicionar los sistemas productivos y adaptar el trabajo al ritmo cada vez más acelerado de la producción, estas enormes casas, con un número fijo de obreros y una infraestructura montada de modo definitivo se tornaron absolutamente inútiles. Se optó por hacerlas desaparecer, conservándose de algún modo algunas de las funciones que desempeñaban. Se organizaron técnicas laterales o marginales para asegurar, en el mundo industrial, las funciones de internación, reclusión y fijación de la clase obrera que, en un comienzo, desempeñaban estas instituciones rígidas, quiméricas, un tanto utópicas. Se tomaron algunas medidas, tales como la creación de ciudades obreras, cajas de ahorro y cooperativas de asistencia además de toda una serie de medios diversos por los que se intentó fijar a la población obrera, al proletariado en formación, en el cuerpo mismo del aparato de producción.
La siguiente es una pregunta que necesita respuesta: ¿cuál era el objetivo de esta institución de la reclusión en sus dos formas: la forma compacta, fuerte, que aparece a comienzos del siglo XIX e incluso después en instituciones tales como las escuelas, los hospitales psiquiátricos, los reformatorios, las prisiones, etc.; y la forma blanda, difusa, como la que se encuentra en instituciones tales como la ciudad obrera, la caja de ahorros o la cooperativa de asistencia?
A primera vista, podría decirse que esta reclusión moderna que aparece en el siglo XIX en las instituciones que he mencionado, es una herencia directa de dos corrientes o tendencias que encontramos en el siglo XVIII: la técnica francesa de internación y el procedimiento de control de tipo inglés. En la conferencia anterior intenté explicar cómo se originó en Inglaterra la vigilancia social en el control ejercido por los grupos religiosos sobre sí mismos, sobre todo entre los grupos religiosos disidentes, y cómo en Francia la vigilancia y el control eran ejercidos por un aparato de Estado, fuertemente investido de intereses particulares, que esgrimía como sanción principal la internación en prisiones y otras instituciones de reclusión. Puede decirse, en consecuencia, que la reclusión del siglo XIX es una combinación del control moral y social nacido en Inglaterra y la institución propiamente francesa y estatal de la reclusión en un local, un edificio, una institución, en un espacio cerrado.
Sin embargo, el fenómeno que aparece en el siglo XIX significa una novedad en relación con sus orígenes. En el sistema inglés del siglo XVIII el control se ejerce por el grupo sobre un individuo o individuos que pertenecen a este grupo. Esta era, al menos, la situación inicial, a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII. Los cuáqueros y los metodistas ejercían su control siempre sobre quienes pertenecían a sus propios grupos o se encontraban en el espacio social o económico del grupo. Sólo más tarde se produce este desplazamiento de las instancias hacia arriba, hacia el Estado. El hecho de que un individuo perteneciera a un grupo lo hacía pasible de vigilancia por su propio grupo. En las instituciones que se forman en el siglo XIX la condición de miembro de un grupo no hace a su titular pasible de vigilancia; por el contrario, el hecho de ser un individuo indica justamente que la persona en cuestión está situada en una institución, la cual, a su vez, había de constituir el grupo, la colectividad que será vigiada. Se entra en la escuela, en el hospital o en la prisión en tanto se es un individuo. Estas, a su vez, no son formas de vigilancia del grupo al que se pertenece, son la estructura de vigilancia que al convocar a los individuos, al integrarlos, los constituirá secundariamente como grupo. Vemos así cómo se establece una diferencia sustancial entre dos momentos en la relación entre la vigilancia y el grupo.
Asimismo, en relación con el modelo francés, la internación del siglo XIX es bastante distinta de la que se presentaba en Francia en el siglo XVIII. En esta época, cuando se internaba a alguien se trataba siempre de un individuo marginado en relación con su familia, su grupo social, la comunidad a la que pertenecía; era alguien fuera de la regla, marginado por su conducta, su desorden, su vida irregular. La internación respondía a esta marginación de hecho con una especie de marginación de segundo grado, de castigo. Era como si se le dijera a un individuo: «Puesto que te has separado de tu grupo, vamos a separarte provisoria o definitivamente de la sociedad». En consecuencia puede decirse que en la Francia de esta época había una reclusión de exclusión.
En nuestra época todas estas instituciones —fábrica, escuela, hospital psiquiátrico, hospital, prisión— no tienen por finalidad excluir sino por el contrario fijar a los individuos. La fábrica no excluye a los individuos, los liga a un aparato de producción. La escuela no excluye a los individuos, aun cuando los encierra, los fija a un aparato de transmisión del saber. El hospital psiquiátrico no excluye a los individuos, los vincula a un aparato de corrección y normalización. Y lo mismo ocurre con el reformatorio y la prisión. Si bien los efectos de estas instituciones son la exclusión del individuo, su finalidad primera es fijarlos a un aparato de normalización de los hombres. La fábrica, la escuela, la prisión o los hospitales tienen por objetivo ligar al individuo al proceso de producción, formación o corrección de los productores que habrá de garantizar la producción y a sus ejecutores en función de una determinada norma.
En consecuencia es lícito oponer la reclusión del siglo XVIII que excluye a los individuos del círculo social a la que aparece en el siglo XIX, que tiene por función ligar a los individuos a los aparatos de producción a partir de la formación y corrección de los productores: tratase entonces de una inclusión por exclusión. He aquí por qué opondré la reclusión al secuestro; la reclusión del siglo XVIII, dirigida esencialmente a excluir a los marginales o reforzar la marginalidad, y el secuestro del siglo XIX cuya finalidad es la inclusión y la normalización.
Por último, existe un tercer conjunto de diferencias en relación con el siglo XVIII que da una configuración original a la reclusión del XIX. En la Inglaterra del siglo XVIII se daba un proceso de control que era, en principio, claramente extraestatal e incluso antiestatal, una especie de reacción defensiva de los grupos religiosos frente a la dominación del Estado, por medio de la cual, estos grupos se aseguraban su propio control. Por el contrario, en Francia había un aparato fuertemente estatizado, al menos por su forma e instrumentos (recuérdese la institución de la lettre-de-cachet) fórmula absolutamente extraestatal en Inglaterra y fórmula absolutamente estatal en Francia. En el siglo XIX aparece algo nuevo, mucho más blando y rico, una serie de instituciones que no se puede decir con exactitud si son estatales o extra-estatales, si forman parte o no del aparato del Estado. En realidad, en algunos casos y según los países y las circunstancias, algunas de estas instituciones son controladas por el aparato del Estado. Por ejemplo en Francia el control estatal de las instituciones pedagógicas fundamentales fue motivo de un conflicto que dio lugar a un complicado juego político. Sin embargo, en el nivel en que yo me coloco esta cuestión no es digna de consideración: no me parece que esta diferencia sea muy importante. Lo verdaderamente nuevo e interesante es, en realidad, el hecho de que el Estado y aquello que no es estatal se confunde, se entrecruza dentro de estas instituciones. Más que instituciones estatales o no estatales habría que hablar de red institucional de secuestro, que es infraestatal; la diferencia entre lo que es y no es aparato del Estado no me parece importante para el análisis de las funciones de este aparato general de secuestro, la red de secuestro dentro de la cual está encerrada nuestra existencia.
¿Para qué sirven esta red y estas instituciones? Podemos caracterizar la función de las instituciones de la siguiente manera: en primer lugar, las instituciones —pedagógicas, médicas, penales e industriales tienen la curiosa propiedad de contemplar el control, la responsabilidad, sobre la totalidad o la casi totalidad del tiempo de los individuos: son, por lo tanto, unas instituciones que se encargan en cierta manera de toda la dimensión temporal de la vida de los individuos.
Con respecto a esto creo que es lícito oponer la sociedad moderna a la sociedad feudal. En la sociedad feudal y en muchas de esas sociedades que los etnólogos llaman primitivas, el control de los individuos se realiza fundamentalmente a partir de la inserción local, por el hecho de que pertenecen a un determinado lugar. El poder feudal se ejerce sobre los hombres en la medida en que pertenecen a cierta tierra: la inscripción geográfica es un medio de ejercicio del poder. En efecto, la inscripción de los hombres equivale a una localización. Por el contrario, la sociedad moderna que se forma a comienzos del siglo XIX es, en el fondo, indiferente o relativamente indiferente a la pertenencia espacial de los individuos, no se interesa en absoluto por el control espacial de éstos en el sentido de asignarles la pertenencia de una tierra, a un lugar, sino simplemente en tanto tiene necesidad de que los hombres coloquen su tiempo a disposición de ella. Es preciso que el tiempo de los hombres se ajuste al aparato de producción, que éste pueda utilizar el tiempo de vida, el tiempo de existencia de los hombres. Este es el sentido y la función del control que se ejerce. Dos son las cosas necesarias para la formación de la sociedad industrial: por una parte es preciso que el tiempo de los hombres sea llevado al mercado y ofrecido a los compradores quienes, a su vez, lo cambiarán por un salario; y por otra parte es preciso que se transforme en tiempo de trabajo. A ello se debe que encontremos el problema de las técnicas de explotación máxima del tiempo en toda una serie de instituciones.
Recuérdese el ejemplo que he referido, en él se encuentra este fenómeno en su forma más compacta, en estado puro. Una institución compra de una vez para siempre y por el precio de un premio el tiempo exhaustivo de la vida de los trabajadores, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. El mismo fenómeno se encuentra en otras instituciones: en las instituciones pedagógicas cerradas que se abrirán poco a poco con el transcurso del siglo, en los reformatorios, los orfanatos y las prisiones. Tenemos además algunas formas difusas surgidas, en particular, a partir del momento en que se vio que no era posible administrar aquellas fábricas-prisiones y hubo de volverse a un tipo de trabajo convencional en que las personas llegan por la mañana, trabajan, y dejan el trabajo al caer la noche. Vemos entonces cómo se multiplican las instituciones en que el tiempo de las personas está controlado, aunque no se lo explote efectivamente en su totalidad, para convertirse en tiempo de trabajo.
A lo largo del siglo XIX se dictan una serie de medidas con vistas a suprimir las fiestas y disminuir el tiempo de descanso; una técnica muy sutil se elabora durante este siglo para controlar la economía de los obreros. Por una parte, para que la economía tuviese la necesaria flexibilidad era preciso que en épocas críticas se pudiese despedir a los individuos; pero por otra parte, para que los obreros pudiesen recomenzar el trabajo al cabo de este necesario período de desempleo y no muriesen de hambre por falta de ingresos, era preciso asegurarles unas reservas. A esto se debe el aumento de salarios que se esboza claramente en Inglaterra en los años 40 y en Francia en la década siguiente. Pero, una vez asegurado que los obreros tendrán dinero hay que cuidar de que no utilicen sus ahorros antes del momento en que queden desocupados. Los obreros no deben utilizar sus economías cuando les parezca, por ejemplo, para hacer una huelga o celebrar fiestas. Surge entonces la necesidad de controlar las economías del obrero y de ahí la creación, en la década de 1820 y sobre todo, a partir de los años 40 y 50 de las cajas de ahorro y las cooperativas de asistencia, etc., que permiten drenar las economías de los obreros y controlar la manera en que son utilizadas. De este modo el tiempo del obrero, no sólo el tiempo de su día laboral, sino el de su vida entera, podrá efectivamente ser utilizado de la mejor manera posible por el aparato de producción. Y es así que a través de estas instituciones aparentemente encaminadas a brindar protección y seguridad se establece un mecanismo por el que todo el tiempo de la existencia humana es puesto a disposición de un mercado de trabajo y de las exigencias del trabajo. La primera función de estas instituciones de secuestro es la explotación de la totalidad del tiempo. Podría mostrarse, igualmente, cómo el mecanismo del consumo y la publicidad ejercen este control general del tiempo en los países desarrollados.
La segunda función de las instituciones de secuestro no consiste ya en controlar el tiempo de los individuos sino, simplemente, sus cuerpos. Hay algo muy curioso en estas instituciones y es que, si aparentemente son todas especializadas —las fábricas están hechas para producir; los hospitales, psiquiátricos o no, para curar; las escuelas para enseñar; las prisiones para castigar— su funcionamiento supone una disciplina general de la existencia que supera ampliamente las finalidades para las que fueron creadas. Resulta muy curioso observar, por ejemplo, cómo la inmoralidad (la inmoralidad sexual) fue un problema considerable para los patrones de las fábricas en los comienzos del siglo XIX. Y esto no sólo en función de los problemas de natalidad, que entonces se controlaba muy mal, al menos a nivel de la incidencia demográfica: es que la patronal no soportaba el libertinaje obrero, la sexualidad obrera. Resulta sintomático que en los hospitales, psiquiátricos o no, que han sido concebidos para curar,' el comportamiento sexual, la actividad sexual esté prohibida. Pueden invocarse razones de higiene, no obstante, estas razones son marginales en relación con una especie de decisión general, fundamental, universal de que un hospital, psiquiátrico o no, debe encargarse no sólo de la función particular que ejerce sobre los individuos sino también de la totalidad de su existencia. ¿Por qué razón no sólo se enseña a leer en las escuelas sino que además se obliga a las personas a lavarse? Hay aquí una suerte de polimorfismo, polivalencia, indiscreción, no discreción, de sincretismo de esta función de control de la existencia.
Pero si analizamos de cerca las razones por las que toda la existencia de los individuos está controlada por estas instituciones veríamos que, en el fondo, se trata no sólo de una apropiación o una explotación de la máxima cantidad de tiempo, sino también de controlar, formar, valorizar, según un determinado sistema, el cuerpo del individuo. Si hiciéramos una historia de control social del cuerpo podríamos mostrar que incluso hasta el siglo XVIII el cuerpo de los individuos es fundamentalmente la superficie de inscripción de suplicios y penas; el cuerpo había sido hecho para ser atormentado y castigado. Ya en las instancias de control que surgen en el siglo XIX el cuerpo adquiere una significación totalmente diferente y deja de ser aquello que debe ser atormentado para convertirse en algo que ha de ser formado, reformado, corregido, en un cuerpo que debe adquirir aptitudes, recibir ciertas cualidades, calificarse como cuerpo capaz de trabajar. Vemos aparecer así, claramente, la segunda función. La primera función del secuestro era explotar el tiempo de tal modo que el tiempo de los hombres, el vital, se transformase en tiempo de trabajo. La segunda función consiste en hacer que el cuerpo de los hombres se convierta en fuerza de trabajo. La función de transformación del cuerpo en fuerza de trabajo responde a la función de transformación del tiempo en tiempo de trabajo.
La tercera función de estas instituciones de secuestros consiste en la creación de un nuevo y curioso tipo de poder. ¿Cuál es la forma de poder que se ejerce en estas instituciones? Un poder polimorfo, polivalente. En algunos casos hay por un lado un poder económico: en una fábrica el poder económico ofrece un salario a cambio de un tiempo de trabajo en un aparato de producción que pertenece al propietario. Además de éste existe un poder económico de otro tipo: el carácter pago del tratamiento en ciertas instituciones hospitalarias. Pero, por otro lado, en todas estas instituciones hay un poder que no es sólo económico sino también político. Las personas que dirigen esas instituciones se arrogan el derecho de dar órdenes, establecer reglamentos, tomar medidas, expulsar a algunos individuos y aceptar a otros, etc. En tercer lugar, este mismo poder, político y económico, es también judicial. En estas instituciones no sólo se dan órdenes, se toman decisiones y se garantizan funciones tales como la producción o el aprendizaje, también se tiene el derecho de castigar y recompensar, o de hacer comparecer ante instancias de enjuiciamiento. El micro-poder que funciona en el interior de estas instituciones es al mismo tiempo un poder judicial.
Resulta sorprendente comprobar lo que ocurre en las prisiones, a donde se envía a los individuos que han sido juzgados por un tribunal pero que, no obstante ello, caen bajo la observación de un microtribunal permanente, constituido por los guardianes y el director de la prisión que, día y noche, los castigan según su comportamiento. El sistema escolar se basa también en una especie de poder judicial: todo el tiempo se castiga y se recompensa, se evalúa, se clasifica, se dice quién es el mejor y quién el peor. Poder judicial que, en consecuencia, duplica el modelo del poder judicial. ¿Por qué razón, para enseñar algo a alguien, ha de castigarse o recompensarse? El sistema parece evidente pero si reflexionamos veremos que la evidencia se disuelve; leyendo a Nietzsche vemos que puede concebirse un sistema de transmisión del saber que no se coloque en el seno de un aparato sistemático de poder judicial, político o económico.
Por último, hay una cuarta característica del poder. Poder que de algún modo atraviesa y anima a estos otros poderes. Tratase de un poder epistemológico, poder de extraer un saber de y sobre estos individuos ya sometidos a la observación y controlados por estos diferentes poderes. Esto se da de dos maneras. Por ejemplo, en una institución como la fábrica el trabajo del obrero y el saber que éste desarrolla acerca de su propio trabajo, los adelantos técnicos, las pequeñas invenciones y descubrimientos, las micro-adaptaciones que puede hacer en el curso de su trabajo, son inmediatamente anotadas y registradas y, por consiguiente, extraídas de su práctica por el poder que se ejerce sobre él a través de la vigilancia. Así, poco a poco el trabajo del obrero es asumido por cierto saber de la productividad, saber técnico de la producción que permitirá un refuerzo del control. Comprobamos de esta manera cómo se forma un saber extraído de los individuos mismos a partir de su propio comportamiento.
Además de éste hay un segundo saber que se forma de la observación y clasificación de los individuos, del registro, análisis y comparación de sus comportamientos. Al lado de este saber tecnológico propio de todas las instituciones de secuestro, nace un saber de observación, de algún modo clínico, el de la psiquiatría, la psicología, la psico-sociología, la criminología, etc.
Los individuos sobre los que se ejerce el poder pueden ser el lugar de donde se extrae el saber que ellos mismos forman y que será retranscrito y acumulado según nuevas normas; o bien pueden ser objetos de un saber que permitirá a su vez nuevas formas de control.
Por ejemplo, hay un saber psiquiátrico que nació y se desarrolló hasta Freud, quien produjo la primera ruptura. El saber psiquiátrico se formó a partir de un campo de observación ejercida práctica y exclusivamente por los médicos que detentaban el poder en un campo institucional cerrado: el asilo u hospital psiquiátrico. La pedagogía se constituyó igualmente a partir de las adaptaciones mismas del niño a las tareas escolares, adaptaciones que, observadas y extraídas de su comportamiento, se convirtieron en seguida en leyes de funcionamiento de las instituciones y forma de poder ejercido sobre él.
En esta tercera función de las instituciones de secuestro a través de los juegos de poder y saber —poder múltiple y saber que interfiere y se ejerce simultáneamente en estas instituciones— tenemos la transformación de la fuerza del tiempo y la fuerza de trabajo y su integración en la producción. Que el tiempo de la vida se convierta en tiempo de trabajo, que éste a su vez se transforme en fuerza de trabajo y que la fuerza de trabajo pase a ser fuerza productiva; todo esto es posible por el juego de una serie de instituciones que, esquemática y globalmente, se definen como instituciones de secuestro. Creo que cuando examinamos de cerca a estas instituciones de secuestro nos encontramos siempre con un tipo de envoltura general, un gran mecanismo de transformación, cualquiera sea el punto de inserción o de aplicación particular de estas instituciones: cómo hacer del tiempo y el cuerpo de los hombres, de su vida, fuerza productiva. El secuestro asegura este conjunto de mecanismos.
Para terminar, desarrollaré precipitadamente algunas conclusiones. En primer lugar creo que este análisis permite explicar la aparición de la prisión, una institución que, como hemos visto, resulta ser bastante enigmática. ¿Cómo es posible que partiendo de una teoría del Derecho Penal como la de Beccaria pueda llegarse a algo tan paradójico como la prisión? ¿Cómo pudo imponerse una institución tan paradójica y llena de inconvenientes a un derecho penal que, en apariencia, era rigurosamente racional? ¿Cómo pudo imponerse un proyecto de prisión correctiva a la racionalidad legalista de Beccaria? En mi opinión, la prisión se impuso simplemente porque era la forma concentrada, ejemplar, simbólica, de todas estas instituciones de secuestro creadas en el siglo XIX. De hecho, la prisión es isomorfa a todas estas instituciones. En el gran panoptismo social cuya función es precisamente la transformación de la vida de los hombres en fuerza productiva, la prisión cumple un papel mucho más simbólico y ejemplar que económico, penal o correctivo. La prisión es la imagen de la sociedad, su imagen invertida, una imagen transformada en amenaza. La prisión emite dos discursos: «He aquí lo que la sociedad es; vosotros no podéis criticarme puesto que yo hago únicamente aquello que os hacen diariamente en la fábrica, en la escuela, etc. Yo soy pues, inocente, soy apenas una expresión de un consenso social». En la teoría de la penalidad o la criminología se encuentra precisamente esto, la idea de que la prisión no es una ruptura con lo que sucede todos los días. Pero al mismo tiempo la prisión emite otro discurso: «La mejor prueba de que vosotros no estáis en prisión es que yo existo como institución particular separada de las demás, destinada sólo a quienes cometieron una falta contra la ley».
Así, la prisión se absuelve de ser tal porque se asemeja al resto y al mismo tiempo absuelve a las demás instituciones de ser prisiones porque se presenta como válida únicamente para quienes cometieron una falta. Esta ambigüedad en la posición de la prisión me parece que explica su increíble éxito, su carácter casi evidente, la facilidad con que se la aceptó a pesar de que, desde su aparición en la época en que se desarrollaron los grandes penales de 1817 a 1830, todo el mundo sabía cuáles eran sus inconvenientes y su carácter funesto y dañino. Esta es la razón por la que la prisión puede incluirse y se incluye de hecho en la pirámide de los panoptismos sociales.
La segunda conclusión es más polémica. Alguien dijo: la esencia completa del hombre es el trabajo. En verdad esta tesis ha sido enunciada por muchos: la encontramos en Hegel, en los post-hegelianos, y también en Marx, en todo caso en el Marx de cierto período, diría Althusser; como yo no me intereso por los autores sino por el funcionamiento de los enunciados poco importa quién lo dijo o cuándo. Lo que yo quisiera que quedara en claro es que el trabajo no es en absoluto la esencia concreta del hombre o la existencia del hombre en su forma concreta. Para que los hombres sean efectivamente colocados en el trabajo y ligados a él es necesaria una operación o una serie de operaciones complejas por las que los hombres se encuentran realmente, no de una manera analítica sino sintética, vinculados al aparato de producción para el que trabajan. Para que la esencia del hombre pueda representarse como trabajo se necesita la operación o la síntesis operada por un poder político.
Por lo tanto, creo que no puede admitirse pura y simplemente el análisis tradicional del marxismo que supone que, siendo el trabajo la esencia concreta del hombre, el sistema capitalista es el que transforma este trabajo en ganancia, plus-ganancia o plus-valor. En efecto, el sistema capitalista penetra mucho más profundamente en nuestra existencia. Tal como se instauró en el siglo XIX, este régimen se vio obligado a elaborar un conjunto de técnicas políticas, técnicas de poder, por las que el hombre se encuentra ligado al trabajo, por las que el cuerpo y el tiempo de los hombres se convierten en tiempo de trabajo y fuerza de trabajo y pueden ser efectivamente utilizados para transformarse en plus-ganancia. Pero para que haya plus-ganancia es preciso que haya sub-poder, es preciso que al nivel de la existencia del hombre se haya establecido una trama de poder político microscópico, capilar, capaz de fijar a los hombres al aparato de producción, haciendo de ellos agentes productivos, trabajadores. La ligazón del hombre con el trabajo es sintética, política; es una ligazón operada por el poder. No hay plus-ganancia sin sub-poder. Cuando hablo de sub-poder me refiero a ese poder que se ha descrito y no me refiero al que tradicionalmente se conoce como poder político: no se trata de un aparato de Estado ni de la clase en el poder, sino del conjunto de pequeños poderes e instituciones situadas en un nivel más bajo. Hasta ahora he intentado hacer el análisis del sub-poder como condición de posibilidad de la plus-ganancia.
La última conclusión es que este sub-poder, condición de la plus-ganancia provocó al establecerse y entrar en funcionamiento el nacimiento de una serie de saberes —saber del individuo, de la normalización, saber correctivo— que se multiplicaron en estas instituciones del sub-poder haciendo que surgieran las llamadas ciencias humanas y el hombre como objeto de la ciencia.
Puede verse así, cómo es que la descripción de la plus-ganancia implica necesariamente el cuestionamiento y el ataque al sub-poder y cómo se vincula éste forzosamente al cuestionamiento de las ciencias humanas y del hombre como objeto privilegiado v fundamental de un tipo de saber. Puede verse también —si mi análisis es correcto— que no podemos colocar a las ciencias del hombre al nivel de una ideología que es mero reflejo y expresión en la conciencia de las relaciones de producción. Si es verdad lo que digo, ni estos saberes ni estas formas de poder están por encima de las relaciones de producción no las expresan y tampoco permiten reconducirlas. Estos saberes y estos poderes están firmemente arraigados no sólo en la existencia de los hombres sino también en las relaciones de producción. Esto es así porque para que existan las relaciones de producción que caracterizan a las sociedades capitalistas, es preciso que existan, además de ciertas determinaciones económicas, estas relaciones de poder y estas formas de funcionamiento de saber. Poder y saber están sólidamente enraizados, no se superponen a las relaciones de producción pero están mucho más arraigados en aquello que las constituye. Llegamos así a la conclusión de que la llamada ideología debe ser revisada. La indagación y el examen son precisamente formas de saber-poder que funcionan al nivel de la apropiación de bienes en la sociedad feudal y al nivel de la producción y la constitución de la plus ganancia capitalista. Este es el nivel fundamental en que se sitúan las formas de saber-poder tales como la indagación y el examen.