jueves, 29 de marzo de 2007

Max Weber

La decadencia de la cultura antigua
Max Weber

(Revista de Occidente. Director: José Ortega y Gasset. Tomo XIII. Julio, Agosto, Septiembre. 1926) Madrid.


Sus causas sociales

Spengler ha presentado al gran público el problema de la decadencia de las culturas; pero otros, antes que él, habían estudiado la misma cuestión histórica. Merece que establezcamos con toda precisión la diferencia entre nuestra época y el fin del Imperio romano, con que suele compararse la situación de la cultura occidental. Hemos publicado en tomo aparte las conferencias de Ludo Moritz Hartmann sobre “La decadencia del mundo antiguo”; hoy publicamos el admirable estudio, ya clásico, de Max Weber, gran economista, historiador y sociólogo, que ha sido una de las primeras figuras intelectuales de Alemania en los últimos decenios. Es este estudio el primero de Max Weber que se traduce a una lengua latina.


El Imperio romano no se derrumbó por causas exteriores, tal vez como consecuencia de una evidente superioridad de sus enemigos o de la incapacidad de sus conductores políticos. En los últimos siglos de su existencia, tuvo Roma sus “cancilleres de hierro”: figuras heroicas como Stilicón, que juntaba la intrepidez germánica con un refinado arte de la diplomacia, ocupaban las cimas. ¿Por qué no lograron lo que los analfabetos de los pueblos merovingios, carolingios y sajones, afirmándose frente a hunos y sarracenos? Ya hacía largo tiempo que el Imperio no era el mismo: cuando se quebró en pedazos, no fue de pronto al choque de una poderosa fuerza. La invasión de los bárbaros no hizo más que tirar la línea y sacar el total de una evolución que, desde siglos atrás, se deslizaba pendiente abajo.
Hemos de advertir, ante todo, que no fue a la caída del Imperio cuando la cultura de la antigua Roma desapareció. El Imperio romano, considerado como entidad política, sobrevivió varios siglos al apogeo de su cultura. Había transcurrido mucho tiempo de esta época floreciente, cuando sobrevino el derrumbamiento. Ya a principios del siglo III se había agotado la literatura romana. El arte de los juristas y sus escuelas habían declinado. La poesía latina y griega dormía el sueño de la muerte. La historiografía se consumía lentamente hasta casi desaparecer y aún las inscripciones comenzaron a faltar. La lengua latina entraba enseguida en plena descomposición. Cuando siglo y medio más tarde, al extinguirse la dignidad imperial de occidente, acontece el acabamiento externo, se tiene la impresión de que ya hacía mucho tiempo que los bárbaros habían triunfado interiormente. Tampoco se producen como resultado de la invasión, condiciones completamente nuevas en lo que había sido territorio del destruído imperio. El imperio merovingio, en las Galias al menos, ostentó, al principio, todos los rasgos de una provincia romana. Así, pues, la cuestión que ante nosotros se alza, es ésta: ¿A qué se debe, entonces, el crepúsculo de la cultura antigua?
De este fenómeno se suelen dar explicaciones muy distintas. Unas totalmente equivocadas, otras que adoptan un punto de vista exacto, pero sirviéndose de una falsa luz.
El despotismo tuvo que oprimir y ahogar, en cierta medida, psíquicamente, al hombre antiguo, su vida pública, su cultura. Sin embargo, el despotismo de Federico el Grande fue la palanca de una gran impulsión espiritual.
El supuesto lujo y la positiva inmoralidad de los círculos sociales más elevados, han atraído la justicia vindicativa de la historia. Pero ambos hechos no son, por su parte, más que síntomas. Otros procesos más importantes que las culpas de los individuos, fueron, como veremos más adelante, los que hicieron caer la cultura antigua.
La mujer romana emancipada y el rompimiento del sólido vínculo matrimonial entre las clases dominantes, habían disuelto las bases de la sociedad. Lo que un reaccionario tendencioso, como Tácito, fabuliza acerca de la mujer germánica, aquella infeliz bestia de trabajo, todavía hoy lo repiten voces semejantes. Pero, en realidad, la inevitable “mujer alemana” no ha contribuído más a la victoria de los germanos que el inevitable “maestro de escuela prusiano” a la batalla de Königgrätz. Por el contrario, después veremos, que el ocaso de la cultura antigua, coincide con el restablecimiento de la familia en las capas inferiores de la población.
Ya en la antigüedad se oye la voz de Plinio: Latifundia perdidere Italiam. Así, pues, esto significa, de un lado, que los grandes señores de la tierra fueron los que perdieron a Roma. Pero también significa que, únicamente, porque ellos sucumbieron a la importación de granos extranjeros; por tanto, con la proposición Kanitz, todavía los Césares ocuparían el trono. Luego veremos, precisamente, que el primer paso para el restablecimiento de la clase campesina se dio al declinar la cultura antigua.
No faltan tampoco al caso algunas pretensas hipótesis “darwinistas”; así afirma una muy reciente que el proceso de selección, practicado en la recluta del ejército, y que condenó al celibato a los más fuertes, acabó por degenerar la raza antigua. Pero luego veremos que, por el contrario, la decadencia del Imperio coincide con el reclutamiento, cada vez más intenso, del Ejército dentro de sí mismo.
Basta con esto; pero aún he de detenerme en una observación previa.
Se tiene la impresión de que el historiador procede bien cuando su público piensa de te narratur fábula y puede concluir con un ¡discite moniti! La exposición que sigue no se encuentra, ciertamente, en esa situación favorable. Poco o nada podemos aprender en la historia de la antigüedad que sirva para los problemas sociales de hoy. Un proletario de nuestros días y un esclavo antiguo no se entenderían mejor que un europeo y un chino. Nuestros problemas son de un orden completamente distinto. El espectáculo que vamos a presenciar solamente reviste un interés histórico, porque es uno de los más propiamente históricos que se pueden conocer: la disolución interna de una vieja cultura.
Por esta razón, lo que primero debemos poner en claro son las acusadas peculiaridades de la estructura social de la antigüedad. Así veremos que todo el ciclo de su evolución cultural está estrictamente determinado por ellas.

En primer lugar, la cultura antigua es, en esencia, una cultura de ciudad. La ciudad es el soporte de la vida política, así como del arte y la literatura. Incluso en el aspecto económico, se ajusta a la vida de la ciudad - al menos en los primeros tiempos históricos -, esa forma de economía que solemos llamar “economía urbana”. En la época helénica, la ciudad antigua no es esencialmente distinta de la ciudad medieval. Si existen algunas diferencias, son las diferencias entre la raza y clima mediterráneos y los centro-europeos, de la misma manera que hoy se diferencian el trabajador inglés y el italiano, el artesano italiano y el alemán. Económicamente, también la ciudad antigua descansa originariamente en el cambio – en el mercado de la ciudad – de los productos de la industria urbana con los frutos de la estrecha franja agrícola circundante. Este cambio directo, inmediato entre productores y consumidores cubre, en lo esencial, las necesidades, sin tener que acudir a la importación del exterior. El ideal de Aristóteles, la
aú a x a (el bastarse a sí mismo) de la ciudad, se había realizado plenamente en las urbes griegas.
Sin duda, ya desde la remota antigüedad, se eleva sobre esta infraestructura local un comercio internacional que abarca un territorio considerable y mercancías numerosas. La historia nos cuenta de ciudades abastecidas por sus navíos, pero, precisamente por esto, olvidamos una cosa: su poca importancia cuantitativa. En primer lugar: la cultura antigua de Europa es una cultura litoral, así como su historia es la historia de las ciudades costeras. Junto al tráfico urbano, técnicamente refinado y perfecto, se muestra, sin transición, la economía natural de los campesinos bárbaros que habitan el interior, bajo el señorío de patriarcas feudales o en comunidades rurales. Sólo -por vía marítima, o por los grandes ríos, se efectúa, con constancia, un tráfico internacional. En la Europa antigua no existía un comercio interior semejante al de la Edad media. Por las tan alabadas calzadas romanas no se efectuaba un tráfico que recuerde, siquiera remotamente, las relaciones comerciales modernas; como pasa también con las postas romanas. La diferencia entre la rentabilidad de las propiedades del interior con las situadas al lado de los ríos lluviales, era enorme. La proximidad a las rutas terrestres no se consideraba, en general, en los tiempos de Roma como una ventaja, sino como una calamidad, a causa del alojamiento y de la piojería, porque eran caminos militares y no vías de comercio.
Sobre este fundamento de economía natural, aún compacto, no arraigaba profundamente el comercio de cambio. Este se reducía a una delgada capa de artículos de gran valor. Unicamente constituían el objeto de un constante comercio los metales preciosos, el ámbar, las telas ricas, algunos hierros, la cerámica; en su mayoría objetos de lujo que, por razón de su alto precio, podían soportar los fuertes gastos de transporte. Un comercio de esta clase no puede compararse en nada al moderno. Sería como si hoy se tratase solamente en vinos de Champaña, telas de seda, etc., cuando las estadísticas nos muestran que las grandes cifras de los balances comerciales están constituídas, exclusivamente, por el consumo de la gran masa. Es cierto que algunas ciudades, como Atenas y Roma, necesitadas de cereales, también se vieron forzadas a la importación. Pero siempre se trata de fenómenos anómalos en la historia antigua, y de una necesidad, cuya satisfacción toma la colectividad a su cargo, porque no puede ni quiere abandonarla al comercio libre.
No interesaba a las masas con sus necesidades corrientes el tráfico internacional, sino a la ligera capa superficial formada por las clases poseedoras. De aquí resulta que, en la antigüedad, el supuesto necesario para el aumento de la prosperidad comercial, es la creciente diferenciación de las fortunas. Ahora bien; esta diferenciación de las fortunas —y con esto llegamos a un tercer punto decisivo—, se realiza en forma y dirección muy determinadas. La cultura antigua es una cultura de esclavos. Desde el comienzo existe, junto al trabajo libre de la ciudad, el trabajo servil de la campiña; junto a la división libre del trabajo por el comercio de cambio en el mercado urbano, la división obligada del trabajo por la organización de la producción en las haciendas campesinas, lo mismo que en la Edad Media. Y también como en la Edad Media, existió en la antigüedad el natural antagonismo entre estas dos formas de colaboración del trabajo humano.
El progreso descansa en la creciente división del trabajo. En el trabajo libre, esta división es un proceso que se identifica con la creciente dilatación del mercado, extensivamente merced al ensanchamiento geográfico del área comercial, intensivamente por la ampliación personal; en consecuencia, los habitantes de la ciudad intentarán romper los muros de los señoríos e introducir a sus vasallos en el comercio libre. Por el contrario, en el trabajo servil la división del trabajo se efectúa gracias a una acumulación cada vez mayor de hombres; cuanto mayor sea el número de esclavos o vasallos, más posible resulta la especialización de los oficios serviles. Pero mientras en la Edad Media el trabajo libre y el comercio de géneros crece sin cesar y al fin vencen, en la antigüedad la evolución camina en sentido contrario. ¿Cuál es la causa? Es la misma que limitó el progreso técnico de la cultura antigua: la baratura de los hombres, que deriva del carácter peculiar de las incesantes guerras de la antigüedad. La guerra antigua era, a la vez, caza de esclavos; llevaba sin interrupción material humano al mercado de esclavos, y de esta suerte fomentaba el trabajo servil y la acumulación de hombres. Por esta causa, la industria libre quedó condenada a estacionarse en la fase del trabajo a jornal y de encargo, realizado por los hombres sin propiedad. Esto impidió que, gracias a la concurrencia de empresarios libres que trabajan con jornaleros libres, para el abastecimiento del mercado, se originase la prima o ventaja económica que disfrutan las invenciones que ahorran trabajo, como ha ocurrido en los tiempos modernos. Por el contrario, en la antigüedad aumenta incesantemente la preponderancia del trabajo servil en los oikos (la casa privada). Sólo los propietarios de esclavos podían proveer a sus necesidades mediante el trabajo de sus esclavos, y producir más de lo necesario a su conservación. Sólo el trabajo de los esclavos podía producir para cubrir las necesidades propias y para el mercado, cada vez en mayor escala.
Con estas observaciones hemos logrado encarrilar la evolución económica de la antigüedad en su verdadera trayectoria, muy divergente de la que siguió la medieval. En la Edad Media se desarrolló primero la división del trabajo libre intensivamente, en medida cada vez mayor, dentro del recinto local de la economía urbana sobre la base de la producción de encargo para clientes y el mercado local. En seguida nace el tráfico exterior y la división interlocal de la producción, primero en el sistema de abastos, después en la manufactura, formas de empresa para la venta en mercados forasteros, sobre la base del trabajo libre. Y la evolución de la economía nacional moderna corre paralelamente al hecho de que la satisfacción de las necesidades de las grandes masas se consigue cada vez más por medio del comercio interlocal primero e internacional al fin. En cambio, vemos que en la antigüedad la evolución del comercio internacional corre paralela a la acumulación de trabajo servil en la gran tenencia de esclavos. Así, pues, bajo la superestructura comercial va desarrollándose una infraestructura cada vez más extensa, dedicada al consumo no comercial: los conjuntos de esclavos que absorbían sin cesar hombres, cuyas necesidades no se satisfacían comprando en el mercado, sino por sus propios medios económicos. Cuanto más progresaba el repertorio de necesidades de las capas superiores, de los propietarios de hombres, y con ella la evolución extensiva del tráfico, tanto más perdía el comercio en intensidad, tanto más se desarrollaba en una delgada red que se extendía sobre un fondo de economía natural, cuyas mallas se cerraban y perfeccionaban, a la vez que sus hilos se sutilizaban sin cesar. En cambio, en la Edad Media se prepara el tránsito de la producción local de encargo a la producción interlocal, gracias a la lenta penetración de la empresa y del principio de concurrencia, de fuera adentro en lo hondo de la comunidad económica local, mientras que en la antigüedad el comercio internacional fomenta los oiken (unidad económica doméstica), sustrayendo así a la economía del comercio local toda posibilidad de desenvolvimiento.

Esta evolución se ha realizado del modo más intenso en Roma. Roma es —después de la victoria de la plebe— una ciudad de campesinos, o, mejor dicho, de labradores conquistadores. Toda guerra significa apropiamiento de tierras destinadas a la colonización. El hijo del ciudadano terrateniente que no hereda de su padre, pelea en los ejércitos para poseer tierras propias y conquistar, de ese modo, el derecho de plena ciudadanía. Aquí reside el secreto de la fuerza expansiva de Roma. Con la conquista ultramarina acaba esta situación; entonces lo que impone su norma no es ya el interés colonizador de los campesinos, sino el interés de la explotación de las provincias por la aristocracia. La guerra tiene por finalidad cazar hombres y confiscar tierras para su explotación por medio de grandes aparceros y arrendadores. Además, la segunda guerra púnica, diezmó la clase labradora en la metrópoli romana: los resultados de su decadencia constituyen, en parte, la venganza póstuma de Aníbal. La reacción contra el movimiento de los Gracos decide, definitivamente, la victoria del trabajo de esclavos en la economía rural. Desde entonces, son los propietarios de esclavos los que sostienen las necesidades cada vez mayores de la vida, el aumento del comercio, el desarrollo de la producción para el mercado. No quiere decirse que, con todo esto, el trabajo libre había desaparecido por completo, pero sí que, únicamente, las explotaciones por esclavos eran el elemento progresivo. Los escritores agrarios de Roma ven en el trabajo de los esclavos, la base evidente de la organización del trabajo.
La inclusión de grandes áreas de tierras interiores —España, las Galias, Iliria, los países danubianos— en el círculo del mundo romano, contribuyó a fortalecer en grado decisivo la significación cultural del trabajo servil. El centro de gravedad de la población del imperio romano se trasladó al interior. De esta suerte, la cultura antigua ensayaba cambiar su escenario, convirtiéndose de cultura litoral, que era, en una cultura de tierra adentro. Extendióse, entonces, por un territorio inmenso, en que durante siglos no fue posible el tráfico y la satisfacción comercial de las necesidades en una escala que se asemejase, siquiera remotamente, a lo que era en las costas del Mediterráneo. Si, como queda dicho, el comercio interlocal de la antigüedad representaba, aún en el litoral, sólo un sobrehaz muy delgado, claro es que las mallas de la red comercial, en las tierras del interior, tenían que ser todavía más flojas. Desde luego, en el interior no era posible, en general, el progreso cultural merced a una libre división del trabajo producida por un tráfico intensivo. Sólo por el encumbramiento de una aristocracia solariega, que descansaba sobre la propiedad de esclavos y la división servil del trabajo —sobre el oikos— pudo darse aquí la asimilación gradual en el círculo de la cultura mediterránea. En grado todavía más alto que en la costa, tenía que limitarse en el interior el costoso tráfico exclusivamente a cubrir las necesidades de lujo de la capa social más alta, de la que poseía hombres. E igualmente, la posibilidad de una producción destinada a la venta estaba reservada a una delgada capa de grandes explotaciones por esclavos.
Así, pues, el propietario de esclavos se ha convertido en el soporte económico de la cultura antigua, y la organización del trabajo de esclavos, constituye la infraestructura imprescindible de la sociedad romana, y, en consecuencia, hemos de tratar con más detalle su carácter social.
Podemos dar una imagen mucho más clara de ello, si tenemos en cuenta la situación de las fuentes de las explotaciones rurales en los tiempos últimos de la República y primeros del Imperio. La gran propiedad es la forma fundamental de la riqueza, en la cual también descansan los capitales aplicados a la especulación; también el agiotista romano es, por regla general, gran terrateniente, aunque sólo fuera porque en la especulación más lucrativa —el arriendo y subrogación de las rentas públicas— estaba prescrita una garantía de tierras.
El tipo del gran terrateniente romano no es el del granjero que dirige por sí mismo la explotación. Por el contrario, es el hombre que vive en la ciudad, practica la política, y quiere, ante todo, percibir rentas en dinero. La gestión de sus bienes está en mano de siervos inspectores (villici). En cuanto a la manera de administrar, se hacía en estas condiciones:
La producción de granos, en su mayor parte, no rentaba en el mercado. Roma, por ejemplo, es un mercado cerrado a la entrada de trigo, en primer lugar, porque el aprovisionamiento era público, realizado directamente por el Estado; en segundo lugar, porque el precio, por regla general, no soporta el transporte desde el interior. Añádase a esto que el trabajo de esclavos no es el más propio para el cultivo de los cereales, sobre todo, con el sistema romano de cultivos alternados, que exigen un laboreo cuidadoso y, por tanto, el interés propio del labrador. De aquí que casi siempre las tierras de pan llevar se arrendase, por lo menos en parte, a colonos, es decir, labradores de parcelas, que quedaban como restos supervivientes de la agricultura libre, oprimida, expulsada por la gran propiedad. Este colono no es, sin embargo, desde el principio, un arrendatario libre, independiente, un empresario rural. El señor pone los instrumentos, el villicus interviene la explotación. Es muy sabido que ha sido frecuente que se le impusieran, ya desde un principio, cargas de trabajo, principalmente la prestación corporal en tiempos de cosecha. La concesión de campos a los colonos equivale a una forma de administración por el señor, valiéndose de parcelistas (per colonos).
Por el contrario, la producción para la venta por “gestión propia” comprende, sobre todo, los productos de precio alto: aceite, vino, hortalizas, ganadería, cría de aves de corral, cultivos especiales para abastecer la exigente mesa de la alta sociedad romana, la única con capacidad adquisitiva. Estos cultivos hicieron retroceder la siembra de granos a las tierras menos fértiles que ocupaban los colonos. La explotación de la hacienda se hace por el sistema de “plantaciones”, y los trabajadores son esclavos. Todavía, en la época imperial, las familias de esclavos y colonos, mezcladas, constituyen, por regla general, la población de las grandes fincas.
Pero lo que más nos interesan son, desde luego, los esclavos. ¿Cómo los encontramos?
Pongamos ante nuestra vista el esquema ideal que nos transmiten los escritores agrarios de Roma. Encontramos el alojamiento del “instrumento parlante” (instrumentum vocale), es decir, el establo de los esclavos en la misma casa que en el del ganado (instrumentum semivocale). Contiene el dormitorio, una enfermería o lazareto (valetudinarium), una prevención (carcer), un taller para los obreros (ergastulum), y al punto se compone ante nuestros ojos una visión muy familiar a todos los que han vestido uniform: el cuartel.
Y, en efecto, la vida del esclavo es, normalmente, una vida de cuartel. Duerme y come en común bajo la vigilancia del villicus; la indumentaria de mejor clase se entrega a un “guardarropa”, cuidado por la mujer del inspector (villica), que actúa como “suboficial de cámara”; mensualmente se hace una revista del vestuario. El trabajo está rigurosamente disciplinado a usanza militar; las secciones (decuriae), al mando de un cabo, forman muy de mañana, y parten bajo la inspección de los capataces (monitores). Esto era imprescindible. Producir para el mercado por medio del trabajo servil, no hubiera sido posible por mucho tiempo, sin el empleo del látigo. Pero a nosotros nos importa sobremanera un aspecto que deriva de esta forma de vida cuartelaria: el esclavo conscripto, no solamente carece de propiedad, sino también de familia. Sólo el villicus convive en habitación aparte con una mujer en matrimonio esclavo (contubernium), de manera algo parecida a como viven hoy en los cuarteles los suboficiales y sargentos. Es más; según los escritores agrarios, es una obligación que debe imponerse al villicus en interés de su señor. Y así como a la propiedad independiente corresponde la familia independiente, también aquí al matrimonio esclavo corresponde la propiedad servil. El villicus —según dichos escritores, únicamente el villicus—, tiene un peculio, originariamente como el nombre indica, una propiedad en cabezas de ganado, que pastan en las dehesas del señor, como actualmente poseen los jornaleros del campo en la Alemania oriental. La gran masa de los esclavos carece de peculio, así como de relación sexual monogámica. El comercio sexual es una especie de prostitución intervenida, con premios concedidos a las esclavas para la cría de sus hijos. A las que habían criado tres hijos, muchos señores las manumitían. Ya este proceder indica las consecuencias que va madurando la falta de familia monogámica. Sólo en el seno de la familia cunde el hombre. El cuartel de esclavos no podía reproducirse por sí mismo, y tenía que complementarse por la compra constante de esclavos. Los escritores agrarios dan, por supuesto, que esta compra se hacía con toda regularidad. La antigua explotación por esclavos devora tantos hombres como carbón nuestros altos hornos. El mercado de esclavos y su aprovisionamiento regular y suficiente con material humano, es la condición imprescindible del cuartel de esclavos que produce para el mercado. Se compraba barato. Varro recomienda que se acepte al malhechor y otro parecido material barato, con este característico argumento: semejante chusma tiene que ser más “viva” (velotior est animus hominum improgorum). Así, pues, la explotación agrícola dependía del acarreo regular de hombres al mercado de esclavos. ¿Cómo y cuándo falló el abastecimiento? Esto tenía que influir sobre los cuarteles de esclavos de la misma manera que influiría el agotamiento de los depósitos de carbón en los altos hornos. Y este momento se presentó. Con él llegamos al punto crítico en la evolución de la cultura antigua.

Si se pregunta cuál es la primera fecha en que debe datarse la decadencia, primero latente y en seguida patente, de la cultura y el poderío romano, pocas cabezas alemanas podrán resistir al tópico de que la batalla de Teutoburgo señala el comienzo. Y, en realidad, en esta idea popular hay un germen de justificación, a pesar de que contradice las apariencias que nos presentan el Imperio bajo Trajano en la cima de su poderío. Pero lo decisivo no fue, en verdad, la batalla misma —un descalabro semejante al que toda nación sufre en sus luchas contra bárbaros—, sino lo que a ella se enlazó: la suspensión de la guerra de conquista en el Rin, por Tiberio, que tuvo su pendant en el Danubio con el abandono de la Dacia, bajo Adriano. De esta suerte, se preparaba un fin a la tendencia expansiva del Imperio romano, y con la pacificación interior y —en lo principal también— exterior del antiguo ámbito cultural, se contrajo y redujo el aprovisionamiento regular del mercado de esclavos con material humano. La consecuencia parece haber sido —ya bajo Tiberio— una aguda crisis de mano de obra. Se cuenta de Tiberio que hubo de hacer registrar los ergástula de las fincas, porque los grandes terratenientes se dedicaban al robo de hombres, y los salteadores se apostaban —según parece— en los caminos, no sólo al acecho de bolsas, sino también de mano de obra para sus campos despoblados. Todavía fue más importante el efecto crónico, lento, pero profundo: la imposibilidad de que la producción progresara sobre la base de los cuarteles de esclavos. Estos suponían, como condición, el continuo aprovisionamiento de hombres, porque no podían sostenerse por sí mismos; y, necesariamente, tuvieron que decaer en cuanto ese aprovisionamiento se detuvo por algún tiempo. La disminución de la baratura del material humano parece —si se atiende a la impresión que se saca de los últimos escritores agrarios— haber conducido, en un principio, a la mejora de la técnica mediante la educación de trabajadores escogidos. Pero después de las últimas guerras ofensivas del siglo II —después de Jesucristo—, que de hecho se habían convertido en cacerías de esclavos, se había llegado al fin, y las grandes plantaciones tuvieron que reducirse a sus esclavos sin peculio y sin mujer.
De qué manera y cómo aconteció esto, podemos saberlo comparando la situación de los esclavos en las grandes explotaciones rurales —tal como los describen los escritores romanos—, con su situación en los señoríos de la época carolingia, según se conoce por la instrucción señorial (capitulare de villis imperialibus) de Carlomagno y los inventarios de los monasterios de aquel tiempo. Aquí y allí, encontramos a los esclavos como trabajadores del campo, y, en ambos casos, desprovistos de todo derecho y, ante todo, sometidos al mismo poder ilimitado del señor sobre su fuerza de trabajo. No se manifiesta en esto diferencia alguna. Asimismo, se han adoptado numerosos pormenores del derecho señorial romano, y volvemos a encontrar hasta la terminología; por ejemplo: la casa de las mujeres, o gineceo (yuvatxeiov) de la antigüedad, en el genitium. Pero una cosa ha cambiado radicalmente. Habíamos encontrado a los esclavos romanos viviendo en el cuartel comunista; pero los servus de la época carolingia viven en los “caseríos” (mansus servilis), sobre la tierra prestada por el señor, como pequeños labradores sujetos a la prestación personal en las sernas. El siervo ha sido devuelto a la familia, y con la familia se presenta, a la par, la propiedad personal. Esta dispersión de los esclavos fuera del oikos aconteció también en los tiempos últimos de Roma. Es más: tenía que ser la consecuencia de la decreciente repoblación del cuartel de esclavos por sí mismo. Pero colocando al esclavo como vasallo en el seno de la familia independiente, el señor se aseguraba el renuevo y, por tanto, una provisión permanente de fuerza de trabajo que ya no podía procurarse por la compra de esclavos en el mercado exausto, cuyos últimos restos desaparecieron en la época carolingia. El señor se libraba así de las contingencias de la conservación del esclavo, que él —el señor— había llevado a las plantaciones, encargándosela al propio esclavo. La importancia de esta evolución, lenta pero segura, fue profundísima. Trátase de un fuerte proceso de transformación en las capas más inferiores de la sociedad: la familia y la propiedad personal les son restituídas. Y en este punto quisiera únicamente indicar cómo este proceso se desenvuelve paralelamente al victorioso desarrollo del cristianismo. En los cuarteles de esclavos hubiera encontrado difícilmente el cristianismo suelo abonado si los labradores siervos de Africa, en tiempos de San Agustín, no vinieran siendo de antemano los sustentadores de un movimiento de secta.
Así, mientras el esclavo se elevaba socialmente a la condición de labrador sujeto a la serna, el colonus descendía a la de labrador vasallo, a medida que su relación con el señor tomaba el carácter de una relación de trabajo. Al principio, era la renta que pagaba, el asunto que, principalmente, importaba a su señor, aunque, como he dicho, también hacía prestaciones en la hacienda señorial. Pero ya en los primeros tiempos del Imperio, los escritores agrarios cargan el acento sobre el trabajo del colono, y esto debió ocurrir en la misma medida en que el trabajo de los esclavos resultaba insuficiente. Algunas inscripciones del tiempo de Comodo, nos demuestran que el colono se había convertido ya en un siervo que cultivaba la tierra conferida por el señor y, en compensación, estaba obligado a determinadas prestaciones. Y este cambio económico en la situación del colono, produjo en seguida un cambio jurídico anexo, en el cual se expresa también, formalmente, esta manera de considerar al colono como una fuerza de trabajo adscrita al señorío: la sujeción a la gleba. Para comprender su génesis, tenemos que entrelazar aquí algunas breves consideraciones jurídico-administrativas.
La organización administrativa de Roma descansaba, al final de la República y comienzo del Imperio, sobre la comunidad urbana, el municipium, como base administrativa, de la misma manera que la ciudad era la base económica de la cultura antigua. Se había organizado el territorio de la confederación imperial en comunidades urbanas, en los grados más diversos de dependencia política con el Estado y la forma jurídico-administrativa del municipio se había extendido por todo el imperio. La ciudad es el distrito administrativo, la jurisdicción normal más inferior. Los magistrados de las ciudades responden ante el Estado de los impuestos y del reclutamiento. Pero en el transcurso de la época imperial, se produce un cambio en este proceso. Se intenta, con buen éxito, sustraer las grandes propiedades a la dependencia de las comunidades. A medida que el centro de gravedad del Imperio se traslada al interior, al crecer la población de tierra adentro, la recluta se alimenta tanto más de la población agraria, pero, también, tanto más pesan los intereses de los “agrarios” de la antigüedad, los grandes terratenientes, en la política del Estado. Así como nosotros encontramos hoy una gran resistencia contra el proyecto de in-comunalizar las grandes propiedades de la Alemania oriental, es decir, de incluirlas en los municipios rurales, así fue muy pequeña la resistencia del Estado romano de los Césares a la ex -comunalización de las fincas. Y, por eso, junto a las ciudades encontramos, a granel, saltus y territoria, como distritos independientes en que el propietario es, a la vez, la autoridad local, de la misma manera que lo son los nobles propietarios de señoríos en los “distritos señoriales” de la Alemania Oriental. Aquí era el propietario el que se relacionaba directamente con el Estado con motivo de los impuestos —él los adelantaba por sus vasallos y luego se resarcía cobrándoselos— y el que hacía la recluta en el señorío. Por esta razón, el servicio militar consideróse bien pronto como una prestación pública a una carga del señorío, cuya fuerza de trabajo —los colonos— incluso diezmaba.
De esta manera quedaron allanados los caminos para la vinculación jurídica del colono a la gleba.
En el Imperio romano nunca existió —prescindiendo de determinadas situaciones políticas— una libertad general de domiciliarse bajo garantías jurídicas. Recordemos, por ejemplo, que el autor del Evangelio según Lucas, expresa con frecuencia la idea de que todo hombre podía ser llevado a su lugar de nacimiento (origo) —nosotros diríamos a su domicilio de socorro— con objeto de empadronarlo; así, los padres de Cristo podían ser conducidos a Belén. Ahora bien el origo del colono es el dominio de su señor.
Ya mucho antes encontramos la institución de la reposición compulsiva para el cumplimiento de los deberes públicos y jurídicos. El senador que desertaba mucho tiempo de su escaño, era embargado únicamente; pero con el consejero municipal, el decurión que se hurtaba a su deber, se guardaban menos consideraciones: era detenido a petición del Municipio. Esta medida fue necesaria, con alguna frecuencia, porque el cargo de consejero municipal ofrecía pocos incentivos, ya que respondía del débito contributivo de la ciudad. Y cuando más tarde, al desvanecerse y mezclarse todas las formas jurídicas, estas acciones compulsivas se transformaron en seguida con el concepto único de derecho a la restitución, en la antigua reivindicación, los municipios perseguían con esta demanda a los consejeros que desertaban su puesto, como pudieran perseguir a una res huída del procomún.
Si así era para el decurión, ¿qué no sería para el colono? La servidumbre que debía al señor no se diferenciaba de las cargas públicas, puesto que la autoridad y el que tenía derecho a ser servido eran una sola persona, y, en consecuencia, el colono era reducido a su obligación cuando se sustraía a ella. Así, por esta práctica administrativa, el colono se convirtió en un siervo de la gleba, atado de por vida a la circunscripción señorial y, por tanto, bajo el señorío del propietario. Respecto al Estado estaba, en cierto modo, mediatizado. Y sobre el colono se encumbró la clase de los señores “inmediatos del Imperio”, de los possesores, que encontramos como tipo persistente en los últimos tiempos del Imperio y entre merovingios y ostrogodos. La organización en clases o estados había empezado a sustituír la antigua y sencilla oposición de libre y esclavo. Una evolución, casi imperceptible en cada uno de sus estadios, llegó a darle remate, porque a ello compelían las condiciones económicas. La evolución de la sociedad feudal estaba ya en el ambiente de los últimos tiempos de Roma.
Es patente que ya entonces se presenta a nuestra vista el tipo del feudo medieval en estos señoríos del final del imperio. En ellos existen, una junto a otra, las dos categorías de campesinos obligados a la serna: los siervos (servi), con obligaciones “no tasadas”, y los libres, con sus personas (coloni, tributari), sujetos a prestaciones determinadas en dinero, a tributos en especie, y después, cada vez en mayor medida, a cuotas en especie, y además —no siempre, pero sí generalmente— a prestaciones corporales bien definidas.
Ahora bien; producir para la venta en las condiciones comerciales de la antigüedad, por medio del trabajo prestado, era imposible. Para la producción comercial era supuesto imprescindible el cuartel disciplinado de esclavos. Pero en las tierras interiores principalmente, en que los siervos vivían desparramados en caseríos, tuvo que cesar la producción para la venta, y los sutiles hilos del comercio, mal hilvanados sobre aquel fondo de economía natural, tuvieron que sutilizarse más, y al fin, romperse. Claramente se advierte ya este fenómeno en el último escritor agrario romano de importancia. Paladio, que recomienda organizar las explotaciones de modo que el trabajo de la finca cubra todas las necesidades, se sustente a sí mismo y pueda prescindir de las compras. Si desde antiguo, la hilandería y los telares, así como el molino y la tahona, eran llevados por las mujeres de la finca, entonces se incluyeron también la fundición, la carpintería y la ebanistería, la albañilería, y, en resumen, las necesidades colectivas, entre las cargas industriales del señorío que habían de satisfacerse con trabajo servil, con prestaciones de mano de obra. Con esto, la delgada capa de los obreros industriales de la ciudad —obreros libres que, en su mayoría, trabajaban por el jornal y la comida—, todavía perdió parte de su ya relativa importancia. La economía del señor, que predominaba, cubría sus necesidades por sí misma, de un modo natural.
La satisfacción de las necesidades del señor por el trabajo es la finalidad económica, cada vez más predominante. Las grandes propiedades se desligan del mercado de la ciudad. Con ello, la multitud de ciudades pequeñas y medianas pierden el suelo nutricio de su economía, esto es, el cambio de géneros y de trabajo con el campo circundante. En el turbio y roto espejo de las fuentes jurídicas, al final de Roma, podemos ver que las ciudades decaen por esta causa. Los emperadores predican contra la emigración al campo, principalmente contra el hecho de que los possesores levantan y derriban sus casas de la ciudad y trasladan sus artesonados y su instalación a las quintas campestres.
Pero también sobre esta decadencia de la ciudad influye poderosamente la política financiera del Estado. También por ella, a medida que aumentan las necesidades financieras, se convierte el fisco en un sistema de economía natural, que cubre sus necesidades en la menor medida posible en el mercado y en la mayor medida posible por sus propios medios. Pero de este modo se impide la formación del dinero. Desde el punto de vista de los súbditos fue, sin duda, un beneficio que hubiera desaparecido la especulación principal: el arriendo de los tributos, sustituído por la administración directa. Tal vez era más racional el aprovisionamiento público de granos por navíos —cuyos gastos el Estado retribuía con bonos de tierras— que por concesión a empresarios. Desde el punto de vista financiero también era ventajoso el monopolio, cada vez mayor, de numerosos y lucrativos ramos del comercio y de las explotaciones mineras. Pero claro está que este sistema impedía la formación de capitales privados y la posibilidad de que se desarrollase una clase social semejante a nuestra moderna burguesía. Y la evolución de esta finanza natural, que se alimentaba a sí misma, fue en aumento conforme el Imperio iba dejando de ser un conglomerado de ciudades que explotaban el campo y cuyo centro de gravedad estaba en las costas y el comercio litoral, para convertirse en un Estado que intentaba incorporar y organizar comarcas interiores que vivían de su economía natural. La finísima capa del tráfico no permitía cubrir con dinero las necesidades del Estado, cada vez más enormes, a causa de esa transformación. Por tanto tuvo que aumentar en las finanzas del Estado, hasta la hipertrofia, el factor económico natural.
En todo tiempo, las contribuciones de las provincias al Estado eran, en buena parte, contribuciones en especie, sobre todo en granos, de las cuales se abastecían los almacenes del Estado. En la época imperial todos los productos industriales necesarios a la administración se obtenían cada vez menos por compra en el mercado o por contrata, y cada vez más, imponiendo el suministro en especie a los industriales de la ciudad que, a este objeto, estaban obligados, muchas veces, a formar gremios. Esto redujo al artesano libre y necesitado a la situación de un obrero que pertenece hereditariamente a un gremio. Las cantidades recaudadas en especie, eran también desembolsadas en especie por el fisco en sus gastos. Y así pretendió cubrir las dos partidas principales de su presupuesto de gastos —la burocracia y el ejército— con pagos en especie. Pero aquí la economía natural encontraba sus límites.
Un gran Estado de tierra adentro, solamente se puede gobernar por una burocracia profesional a sueldo, de la que pudieron prescindir las ciudades-Estados de la antigüedad. Los sueldos de los empleados públicos, bajo la monarquía de Diocleciano, son, en su mayoría, sueldos en especie. Estos empleados percibían algo así como la congrúa —sólo que mucho mayor— de un actual jornalero del campo en el Mecklenburgo. Los almacenes imperiales libraban unos miles de fanegas de grano, un cierto número de cabezas de ganado, la cantidad correspondiente de sal, aceite, etc.; en suma, cuanto el empleado necesitaba para su alimentación, vestido y conservación en general, además de una módica cantidad en metálico para gastos menudos. Pero a pesar de esta notoria tendencia a pagar en especie, el sostenimiento de una importante jerarquía administrativa obligaba a importantes desembolsos de numerario. Y todavía eran éstos más necesarios para cubrir los gastos militares del Imperio.
Un Estado de tierra adentro, cuyas fronteras están amenazadas, necesita un ejército permanente. El antiguo ejército ciudadano que descansaba sobre el servicio y el equipo obligatorio de los terratenientes, se había transformado ya, al final de la República, en un ejército pertrechado por el Estado y reclutado entre los proletarios —la fuerza de los Césares. El Imperio creó después, no sólo de hecho, sino también legalmente, un ejército profesional permanente. Ahora bien, el sostenimiento de tropas de esta clase exigía dos cosas: reclutas y dinero. La necesidad de la recluta fue la razón por la cual los soberanos mercantilistas en la época del despotismo ilustrado, es decir, Federico II y María Teresa, impidieran el desarrollo de las grandes explotaciones rurales al prohibir la colocación de campesinos. Esta medida no se debe a razones de humanidad y amor al campesino. No se protegía al campesino aislado —el señor podía lanzarlo tranquilamente, con tal de que pusiera otro en su lugar. La razón fue, más bien, la siguiente: si —según Federico Guillermo I— los mozos campesinos superfluos eran una fuente de reclutamiento, tenían que existir, había que hacer que existieran campesinos vacantes. Por esta causa se impidió que disminuyeran las “existencias” de campesinos, prohibiendo su colocación, que amenazaba la recluta y despoblaba los campos. Por análogas razones intervinieron los Césares en la situación del colono y prohibieron, por ejemplo, que se aumentaran sus cargas. De otro lado, los soberanos mercantilistas fomentaron enérgicamente las grandes manufacturas porque “poblaban” el territorio del Estado y, además, llevaban dinero al campo. Federico el Grande perseguía con sus requisitorias, no sólo a los soldados desertores, sino también a los obreros y fabricantes que desertaban. Naturalmente, los Césares no podían hacerlo, puesto que en su tiempo no existía ni podía formarse una gran industria que trabajase para la venta con obreros libres. Por el contrario, más bien aconteció que al decaer la ciudad y el comercio y retornarse a la economía natural, quedó perdida para el campo la posibilidad de sacar crecientes impuestos en dinero. Y con la falta de obreros, producida por la contracción del mercado de esclavos, el reclutamiento constituyó para la agricultura una carga ruinosa, que ésta intentó evitar por todos los medios. El mozo sujeto al servicio de las armas, huía de la caduca ciudad al campo e ingresaba en el colonado; porque el possesor, bajo la presión de la falta de obreros, estaba interesado en sustraerle a la recluta. Los últimos Césares combatieron contra la huída de los ciudadanos al campo, como los últimos Hohenstaufen contra la huída de los siervos a la ciudad.
El efecto de esta dificultad en el reclutamiento aparece con toda claridad en el ejército de la época imperial. A partir de Vespasiano, Italia estaba libre de quintas; después de Adriano, desaparece la mezcla de los contingentes, y para ahorro de gastos se intenta reclutar los ejércitos en el distrito de su residencia. Este es el prenuncio más temprano de la caída del imperio. Cuando se sigue, a través de los siglos, la naturaleza de los soldados licenciados, se advierte que el número de los llamados “hijos del campamento” (castrenses) se eleva, en la época imperial, desde un pequeño tanto por ciento hasta casi cerca de la mitad. En otras palabras: el ejército romano se procrea a sí mismo en proporción cada vez mayor. De la misma manera que el esclavo acuartelado, célibe es sustituído por el labrador que vive en el seno de la familia, así también —en parte al menos— el soldado célibe, el verdadero soldado de campamento, es sustituído por el soldado profesional por herencia, que vive casado en matrimonio militar. También el reclutamiento practicado cada vez más entre los bárbaros tenía por principal objeto respetar la fuerza de trabajo de la tierra propia, sobre todo de las grandes propiedades. Al fin se intentó subvenir a la defensa de las fronteras por un procedimiento que entra de lleno en el sistema de la economía natural: concediendo tierras a los bárbaros a cambio del servicio de las armas; y esta forma, remoto predecesor del feudo, halla creciente aplicación. Así, pues, el ejército, señor del imperio, se va transformando en una tropa de bárbaros, cada vez más desligado de toda relación con los nativos del país. Por esta causa, la irrupción victoriosa de los bárbaros de fuera, esencialmente, no significó para las provincias del interior, en el primer momento, más que un cambio de acuartelamiento; incluso se aceptó la forma del acuartelamiento romano. Parece ser que en las Galias no fueron los bárbaros recibidos con temor como conquistadores, sino, por el contrario, como los que libertaban al territorio del peso de la administración romana. Y esto se comprende fácilmente.
No fue la leva de reclutas, dentro de la propia población, la única dificultad con que tropezó el avejentado imperio, sino que todavía abrumaban más a los pueblos —que volvían a un régimen de economía natural— los impuestos en dinero, sin los cuales es imposible sostener un ejército a sueldo. Toda la política giraba alrededor de la busca de dinero, y cada vez se revelaba con mayor claridad la incapacidad económica de los possesores —que producían únicamente para sus propias necesidades— de contribuir con entregas en dinero. Es más: si el emperador les hubiera dicho: “Haced que vuestros colonos os forjen armas, dadles caballos y defended conmigo la gleba de que vivís”, a esto hubieran podido los possesores hacer frente económicamente. Pero entonces ya las cosas hubieran pasado a la Edad Media, y el ejército se hubiera convertido en ejército feudal. En realidad, todo el proceso último de Roma tendía, como hacia una meta, a la constitución feudal del ejército, como a la organización feudal de las clases sociales; y, en lo esencial, esta meta se había alcanzado ya en la época carolingia —tras el breve y sólo local contragolpe de las invasiones— en provecho de unos cuantos ejércitos de aldeanos colonizadores. Pero con ejércitos de caballeros feudales se pueden conquistar coronas, guardar las marcas de un reducido territorio, pero no defender la unidad de un imperio mundial y los cientos de millas de su frontera contra conquistadores hambrientos de tierras. Por esta razón, la última época del imperio no pudo pasar a la forma de ejército que correspondía al régimen de economía natural. De aquí que Diocleciano intentara la reorganización de las finanzas públicas sobre la base única de tributos en dinero, y que hasta el final la ciudad siguiera siendo, oficialmente, la célula del organismo estatal. Pero, en realidad, desaparecía gradualmente la infraestructura económica formada por la gran masa de las ciudades romanas; éstas ya no eran más que ventosas de la administración pública, ávida de dinero, instaladas sobre un suelo cubierto por una red de grandes señoríos. La caída del Imperio fue la forzosa consecuencia política de la desaparición gradual del comercio y del consiguiente crecimiento de la economía natural. Y, en esencia, tan sólo significó el desmontaje de aquel aparato administrativo, y, por tanto, de la superestructura política de un régimen de economía de dinero, que ya no concordaba con la infraestructura económica que vivía en un régimen de economía natural.
Así, pues, cuando, cinco siglos después, el tardío ejecutor testamentario de Diocleciano, Carlomagno, despertó de nuevo la unidad política de Occidente, lo hizo sobre la estricta base de la economía natural. La prueba más clara de esta afirmación se encuentra en la instrucción para los administradores de los dominios señoriales (villici), el famoso capitulare de villis, que, por su conocimiento del asunto y su aspereza, recuerda los decretos de Federico Guillermo I. Junto al rey figura también la reina como instancia más alta; el ama de casa del rey es su ministro de Hacienda. Y con razón: esta “administración financiera” se cuida preferentemente de las necesidades de la mesa y de la Casa Real, que es una misma cosa con el Gobierno democrático del Estado. Se dispone lo que los inspectores han de suministrar a la Corte; por ejemplo: trigo, carne, tejidos, cantidades muy grandes de jabón y, en suma, cuanto el rey necesita para su persona, sus huéspedes y comensales y para el servicio político, como caballos y carros de guerra. Ha desaparecido el ejército permanente y la burocracia a sueldo, y con ello —hasta el concepto— los impuestos. El rey mantiene a sus empleados a su mesa, o los dota con tierras. El ejército, que se pertrecha a sí mismo, va a convertirse, finalmente, en un ejército de caballeros y, por tanto, en una milicia de señores terratenientes. Ha desaparecido también el cambio interlocal de géneros; se han roto los hilos que enlazaban las células independientes de la vida económica; el comercio involuciona y retrocede al estudio de industria ambulante, a cargo de razas forasteras: griegos y judíos.
Ha desaparecido la ciudad: para la época carolingia, la ciudad no existe como concepto jurídico y administrativo. Los grandes señoríos son los sustentáculos de la cultura y también los sustentáculos de los monasterios. Los señores terratenientes son los funcionarios políticos: uno de ellos, el más poderoso, es el rey, un completo analfabeto rural. En el campo están sus palacios. No tiene residencia fija. Por razón de su subsistencia, viaja más que cualquier monarca moderno; vive cambiando de palacio y consumiendo las provisiones que se han almacenado en ellos. La cultura se ha hecho campesina. El ciclo de la evolución económica de la antigüedad ha terminado. Parece que su trabajo espiritual ha sido aniquilado. Al desaparecer el comercio ha desaparecido también la magnificencia marmórea de la ciudad antigua, y con ella los tesoros espirituales que yacían en sus muros: el arte, la literatura, la ciencia, las refinadas formas del antiguo Derecho mercantil. En las granjas de los possesores y seniores todavía no resuenan los cantos del trovador. Sin querer, nos conmueve melancólicamente el espectáculo de una evolución que, al aspirar a lo más alto, pierde su base material y se desploma sobre sí misma. Ahora bien: ¿qué significa, en realidad, este magnífico proceso? En las honduras de la sociedad se realizaron y tenían que realizarse variaciones orgánicas de estructura que, en conjunto, significaron un poderoso proceso de salubrificación. La familia y la propiedad privada fueron restituídas a la gran masa de los siervos, y éstos se elevaron lentamente desde la situación de “instrumento parlante” a la condición del hombre, y su vida familiar fue rodeada por el cristianismo triunfante de fuertes garantías morales. Ya las leyes de protección al campesino, dictadas a fines del Imperio, reconocían la cohesión de la familia en medida no vista hasta entonces. No puede negarse que, simultáneamente, una gran parte de la población cayó en la servidumbre y la refinada aristocracia antigua descendió a la barbarie. La base de economía natural, que la hipertrofia del trabajo servil había dado a la evolución cultural antigua, cundía cada vez más, a medida que la propiedad en esclavos diferenciaba los capitales y había obligado a todo el edificio, comercial en su origen, a tomar la forma que correspondía a su estructura tendiente al feudalismo, en cuanto al centro de gravedad político se trasladó del litoral al interior y se agotó la provisión de hombres. Así desapareció la envoltura, ya muy delgada, de la cultura antigua, y la vida espiritual de Occidente se sumió en larga noche. Pero su caída recuerda a aquel gigante del mito helénico que recobraba nuevas fuerzas cuando tocaba el seno de la madre tierra. Ciertamente hubiera parecido extraño a los viejos clásicos el mundo en torno si uno de ellos hubiera despertado de sus pergaminos en la época carolingia y contemplado el mundo desde una ventana del convento: el olor a estiércol le hubiera dado en la cara. Pero los viejos clásicos dormían entonces, como la cultura, el sueño invernal en el seno de una vida económica que se había vuelto campesina. Sólo más tarde, cuando sobre la base de la división libre del trabajo y del tráfico volvió a revivir la ciudad en la Edad Media, cuando el tránsito a la economía nacional preparó la libertad burguesa, cuando quedó rota la sujeción a las autoridades exteriores e interiores de la época feudal, sólo entonces el viejo gigante se incorporó, dotado de nueva fuerza, y elevó el legado espiritual de la antigüedad a la luz de la moderna cultura burguesa.

No hay comentarios.: